Hoy quiero ofreceros la historia de Chus. Hace unos meses nos "ciber-conocimos" y tuve la oportunidad de leer su experiencia como madre soltera. A raíz del artículo "Historias montadas" nos hemos vuelto a poner en contacto y le he pedido su historia para poder compartirla con todos vosotros. Una historia contada con el corazón en la mano. Muchas gracias Chus.
Relato de una Mujer que, habiendo Parido, no Llegó a Ser Madre.
Me llamo Chus. Soy una de las mal llamadas “madres biológicas” que entregó voluntariamente su bebé en adopción el mismo día de su nacimiento.
María me ha pedido mi historia para publicarla en su Blog y me ha parecido bien compartirla con vosotras, las madres.
A través del contacto con hijos adoptados, que también me han regalado sus historias, he conocido sus luchas, sus angustias, sus miedos… ¿Son los de mi hijo?. He aprendido a comprenderles, a aceptarles y a compartir su aflicción. Pero sobre todo, he ahuyentado el miedo a que un día él, el bebé que di en adopción, convertido en adulto por el transcurso tiempo, me encuentre y me mire fríamente a los ojos, no quiera comprender el por qué decidí abandonarlo, me juzgue y me condene.
Os voy a contar retazos de mi vida a fin de que, a través de mi historia, tratéis de poneros en el lugar de tantas y tantas mujeres que, como yo, el único delito que cometimos fue quedarnos embarazadas fuera del matrimonio, ser madres solteras en una sociedad que automáticamente nos marginaba por haber tenido relaciones sexuales fuera del sacrosanto matrimonio católico. Para nuestras familias, era una deshonra que una hija soltera se quedara embarazada, para nosotras, el rechazo y la vergüenza… Solas, perdidas, asustadas y presionadas por una sociedad hipócrita y machista: ¿fuimos libres para escoger el destino de nuestros hijos?; nuestra potestad para reflexionar y elegir, ¿se vio coartada?...
Mi historia es tan solo una más… Mi esperanza es que comprendáis que las mujeres que entregamos a nuestros hijos en adopción no somos putas, monstruos o mujeres sin entrañas. Simplemente, nos sentimos desbordadas por la vida, cometimos el peor de los pecados en la España del nacional-catolicismo. No pudimos o no supimos hacer otra cosa.
Hace años que “salí del armario”, el día que me dije no más mentiras, no más engaños y si mi hijo me busca que me encuentre, si es lo que necesita. Pero…, comprendo a las madres biológicas que prefieren seguir en el anonimato y llevarse su secreto con ellas. Yo no soy más valiente que ellas…
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Nací el 28 de junio de 1948, la tercera de los 14 hijos que tendría mi madre, en un pueblo de La Mancha en el seno de una familia acomodada y católica. Mi madre contaba con frecuencia que pase 3 meses llorando día y noche sin motivo aparente. Yo creo que me costó más de lo normal adaptarme a este mundo, sobre todo con el mismo nombre de mi hermana mayor muerta, María Jesús, y que nada más nacer intuí que la vida, mi vida, no iba a ser nada fácil…
Fui una niña extremadamente feliz hasta los 11 años. Por aquel entonces estaba interna en las monjas Dominicas de Pamplona. Regresé a casa unas vacaciones de Navidad y todo mi mundo se había derrumbado. Mi padre, al que yo idolatraba y del que era “su preferida”, había sufrido una transformación total. De ser un marido que adoraba a su mujer, un padre que jugaba con sus hijos todas las horas que sus negocios le permitían, un hombre de misa y rosario (en familia) diarios…, se convirtió en un ser solitario, distante, intransigente, amargado… y, lo que es peor aún, en un hombre que maltrataba a su mujer, mi madre. Mi madre se refugió en mi, su hija mayor. Me contaba todo lo que le decía y hacia mi padre, incluso cosas que yo aún no podía entender, que uno de mis hermanos era hijo de un Jesuita (éste había sido de joven su director espiritual y no había vuelto a verle). Me adjudicó el papel de intermediaria entre ella y mi padre porque, según creía, yo era la única que podía apaciguarle.
A partir de entonces, viví desdoblada entre el amor y el odio a mi padre, entre la comprensión y el rechazo a mi madre, entre el miedo a mi padre y la osadía de enfrentarme a él llevada por la rebeldía. Por las noches oía las blasfemias de mi padre y los rezos y lloros de mi madre. Las voces, rezos y llantos iban subiendo de tono. Yo…, estaba convencida de que mi padre en un ataque de locura nos iba a matar a todos (había leído en el periódico que ya había sucedido). Con los latidos de mi pequeño corazón desbocados, recorría las camas de mis hermanos asegurándome de que no oían los gritos nocturnos de mi padre y, si lloraban, los acunaba en mis brazos hasta que se dormían de nuevo. Después, me arrebujaba en mi cama queriendo fundirme con ella y desaparecer. Cuando, muerta de sueño, no lo soportaba más me levantaba, salía a la galería y le interpelaba a mi padre con la voz estrangulada por el miedo: “¿Es que en esta casa no se puede dormir?”. Parecía que la noche se apaciguaba.
Ya de mayor, le pregunté una vez a mi madre qué había pasado entre ella y mi padre y me relató una historia kafkiana: Un día llegó a casa una chica con una carta de uno de los curas del pueblo que le entregó directamente a mi padre. Él, al rato, salió del despacho y sin decirle nada le dio una bofetada. Por una amiga, cuyo marido recibió también una carta (y no fueron las únicas), supo el contenido de la misma: el cura les decía que sus mujeres se entendían con otros hombres…
Años después encontré un libro de citas por mi casa. Una de ellas decía: “Los matrimonios los une Dios”. Mi padre había añadido: “Y los curas los separan”.
Hice del Colegio mi refugio, temía la llegada de las vacaciones que me hacían volver al abismo de mi hogar.
En ese Colegio donde estudiaba el Bachiller interna, la práctica habitual era la misa, el rosario, el examen de conciencia, la confesión semanal, las novenas a todos los santos imaginables, el viacrucis anual, los ejercicios espirituales… Durante los tres días de “retiro espiritual” nos prohibían hablar (yo nunca pude cumplir tal mandato); se supone que el silencio haría penetrar mejor en nuestras conciencias el reiterativo mensaje: “los pecados de la carne son los más abominables y acarrean el padecer eternamente los horribles tormentos del infierno”. Hasta los treinta y tantos años no fui capaz de pronunciar la palabra cuerpo. Me obligaban a ducharme con camisón, me separaban de mis amigas por hablar de chicos, me castigaban por hablar durante las comidas, por salirme de la fila, por reírme a destiempo, por protestar por todo aquello que no me parecía justo o lógico, por enfrentarme a las monjas y mandarlas a la mierda…
Estudié la carrera, Asistente Social (hoy Trabajo Social) en la Universidad de Navarra del Opus. Basta con decir que en la Cafetería los chicos se agrupaban en un lado y las chicas en otro. Era una prolongación del Colegio.
A los 20 años, terminada la carrera, en contra de la voluntad de mi padre, me fui de casa a buscar trabajo a Pamplona. Realmente huía de aquel infierno que era “mi hogar”. Trabajé cuidando niños, de “sirvienta” (así se les llamaba entonces), de camarera…Pasé hambre, hubo días que no comía más que el trozo de pan que “le robaba” a la dueña de la pensión, me puse enferma...Una noche me desperté con las encías ensangrentadas, tenia piorrea. Así pase casi dos años.
Durante esos años inicie mi andadura sexual. No sabía nada sobre sexualidad, tenía dudas de cómo realmente se engendraba a un hijo. Era un tema tabú en aquella época. Solo sabía lo que en mi adolescencia alguna amiga, mas espabilada que yo, me había contado entre murmullos, sobresaltos y a escondidas. Sentí que todo aquello era sucio y repugnante. En el Colegio el mensaje había sido: Los novios que dominan sus instintos, que acumulan besos y caricias (por su puesto el acto sexual ni se nombraba) para cuando estén casados, son los únicos matrimonios felices y que no fracasan. En casa ni se hablaba del tema.
Con semejante bagaje, mi relación con los chicos oscilaba entre la atracción y el rechazo. De no permitir que me besaran o, que un chico me cogiera delicadamente por el codo para atravesar un paso de cebra (era una costumbre de la época, como la cederte su asiento en un autobús o besar la manos de las señoras), pasé a acostarme con los chicos que me acariciaban o eran amorosos y tiernos conmigo. Recuerdo todo esto como en una nebulosa: me tocaban, me desnudaban, me dejaba hacer… Era como si mi cuerpo no fuera el mío, como si no fuera protagonista de esos hechos sino una espectadora. Una vez consciente de lo que había hecho, pecar, los remordimientos anclaban en esa parte que han dado en llamar alma y…, un gran vacío y tristeza me invadían...
Cansada y harta de no encontrar trabajo de Asistente Social, regresé de Pamplona a la casa de mis padres. Ahí comenzó la peor época de mi vida.
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Me quedé embarazada en enero de 1971. En ese mismo momento lo intuí.
Cuando los análisis confirmaron mi estado, el mundo cayó sobre mí y se convirtió en una obsesión el buscar soluciones para salir de esa situación. Sólo a una prima le conté lo que me pasaba.
No pensaba, no sentía, no vivía, actuaba inconscientemente impulsada por una fuerza interior que me obligaba a dar solución a un problema.
Intenté abortar. Mentí a mis padres y sola, con el dinero que me facilitaba el padre del bebé (yo no tenía trabajo), comencé una angustiosa búsqueda para encontrar a alguien que realizara abortos en la España de 1971. Busqué en Madrid, Valencia y Barcelona. El tiempo transcurría en mi contra, aunque yo no lo sabía. Comencé una carrera contra reloj yendo y viniendo entre las tres ciudades para que al fin, un ginecólogo de la Calle Conde de Asalto de Barcelona me dijera que era demasiado tarde, que ya andaba por el cuarto mes del embarazo y peligraba mi vida. Llore, implore, suplique, ya no me importaba nada, ni morir. En vano…
De Barcelona me fui a Pamplona donde estaban mis amigos. Con los más allegados compartí mi secreto y mi mejor amiga de la época de la Universidad, del Opus por cierto, quedó encargada de buscarme un lugar donde refugiarme hasta dar a luz. Visité a otro Ginecólogo; con cuatro o cinco meses de embarazo, y mi desconocimiento a cuestas, aún me agarraba a la posibilidad de que no fuera cierto, de que sólo era un mal sueño. A mí no me podía estar pasando aquello pero..., ¡si no sabía ni lo que era un orgasmo!.
Fue una de esas noches cuando por primera vez fui consciente de que dentro de mí crecía una vida. Lloré amargamente y, entre lágrimas, le susurre a mi bebé que me perdonara por lo que había hecho, por lo que iba a hacer… Fue la única vez que durante un instante, tan solo un instante, acaricié la cuna de mi hijo, mi vientre. Me sentía sola y perdida.
Volví a casa de mis padres. En el camino había dejado mi ingenuidad, mi confianza en los hombres (me facilitarían direcciones donde poder abortar si me iba a la cama con ellos) y mi juventud. De pronto, era adulta pero sin el equilibrio emocional ni la madurez necesaria para afrontar la vida y menos aun esa situación. Era una “niña grande”, asustada, con un secreto a cuestas que me desbordaba y con pánico a que se descubriera. Sentía terror de que se enterara mi padre.
Estando ya de más de cinco meses, una infección al riñón me puso en manos de un tío mío médico al que le confesé mi secreto. “¿Dónde está el cabrón que te ha hecho esto?, ¡lo mato!”, fue su reacción. Él sería el encargado de contarle a mi hermano mayor (tan sólo un año más que yo) lo de mi embarazo, cuando me fuera a Pamplona, por si me pasaba algo…
Y ese tío, al que yo consideraba mi valedor, al poco de dar a luz, en la oscuridad de la sala de Rayos X, tocaba todo mi cuerpo mientras hablaba con mi madre y yo enmudecía.
Con mi hermano nunca puede hablar del tema. Lo intenté una vez y se instalo entre nosotros un silencio de muerte.
No pensaba, no sentía, no vivía, actuaba inconscientemente impulsada por una fuerza interior que me obligaba a dar solución a un problema.
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Hacia finales de junio, hilé toda una trama de mentiras y engaños ante mis padres y me fui a Villa Teresita de Pamplona a esconder mi embarazo. Les hice creer que estaba en Barcelona haciendo un curso.
El día 12 de julio me llamo por teléfono mi hermano diciéndome que a mi padre le había dado un ataque al corazón y se moría. Ante el pavor de mi hermano, mi tío y otros tíos que ya se habían enterado de que estaba embarazada, me presenté en mi pueblo. Por suerte, más para ellos que para mí (ante la posible muerte de mi padre ya no me importaba nada), no se me notaba el embarazo. Pasé varios días cuidando a mi padre, soportando a todas las visitas que me levantaban la chaqueta y comentaban lo que había adelgazado (luego me enteraría que ya lo sabía todo el pueblo menos mis padres), durmiendo en una descalzadora y confortando a mi padre que me confesaba que se sentía muy solo. Le abrazaba. Era el abrazo de dos soledades que nunca pudieron llegar a comprenderse.
Volví a Villa Teresita. Durante dos meses más conviví con las monjas, unas 15 chicas embarazadas como yo y Pura, una ex-puta que vivía permanentemente allí. Pura me acogió bajo su protección y me defendía de las burlas de las otras que se reían de mi ingenuidad. Desde entonces para mí la palabra puta significa tener un gran corazón.
Limpiábamos la casa y trabajábamos doblando bolsas de basura. Durante el tiempo de trabajo, yo…, oía y callaba. No comprendía por qué algunas de las chicas entablaban conversaciones tan intimas y desagradables, mientras las demás (excepto otras dos y yo) se carcajeaban. Al final Carmen, la superiora, me liberó del trabajo y esas horas las dedicaba a estudiar.
Las monjas nos hacían creer que la estancia en Villa Teresita era gratis. Hace unos meses, por una hija adoptada cuya madre también estuvo allí, me enteré que cobraban a los futuros padres adoptivos 250 pesetas diarias. Esta misma hija me preguntó si pasábamos hambre. No lo recuerdo, solo me acuerdo que a mí me constaba hasta tragar la comida… Después de dar a luz pesaba 10 kg. menos de antes de quedarme embarazada.
El día 4 de octubre me llamó una amiga por teléfono y encima de la mesa del despacho de la superiora, que se había ido a Madrid, leí una nota:
“En caso de parir
- xx
-xx
- Mª Jesús
Ponerse en contacto con la Hermana Blanes”.
No pensaba, no sentía, no vivía, actuaba inconscientemente impulsada por una fuerza interior que me obligaba a dar solución a un problema.
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Al día siguiente, 5 de octubre de 1971, hacia las 9 de la mañana rompí aguas. Me ingresaron en en la Clínica Gortari de Pamplona, apreté los dientes y no deje salir de mi boca ni un quejido. A mí llegaban los gritos desgarrados de “las madres decentes” con dolores de parto. Hacia la 13,15 me subieron a quirófano.
Parí.
Ese tiempo para mí se reduce a unas batas verdes que me gritan incesantemente “empuja, empuja, empuja…”; un susurro que se escapa de mis labios, “papa yo no quería…”; un llanto, el primer llanto del hijo que ya no era mío, que nunca sentí mío, y la silueta de mi bebé que por unos segundos contemplé al incorpórame en la camilla.
Olvidé las batas gritándome y mi propio susurro. Durante años, muchos años, oí el llanto de esa silueta, el llanto de mi bebé…
Ese 5 de octubre de 1971 aunque no dejó mi vientre estéril, me incapacitó para ser madre. ¡¡NO HE PODIDO VOLVER A TENER HIJOS!!.
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En los días siguientes al parto pedí, roge, implore, exigí que me devolvieran a mi bebé. Clamaba casi a gritos, entre sollozos, que me había equivocado que yo no quería darlo en adopción. Una vez parido ya no me importaba más que tener a mi hijo, el miedo se había diluido. Me creía capaz hasta de enfrentarme a mi padre con tal de conservar a mi bebé. Nadie oyó mi lamento. Las monjas de Villa Teresita decían que era una reacción normal, que ese dolor se pasaría, que ya no se podía hacer nada. Mi bebé…, ya estaba en brazos de otra mujer.
El 15 de octubre volví a casa de mis padres. Lo de mi embarazo era la comidilla del pueblo. Se habían enterado a través de mi prima. Sólo una amiga y el hombre del que yo estaba muy enamorada por entonces (que no podía corresponderme porque había sufrido un desengaño con la novia de toda su vida) me preguntaron directamente si era cierto lo que se comentaba, a ambos se lo negué. Al padre de mi hijo, Secretario del Ayuntamiento, le había echado del pueblo el Alcalde que era uno de mis tíos. No he vuelto a verle.
Mis amigos me acogieron sin comentar nada; las señoras bien, amigas de mi madre, cuchicheaban a mi paso, algunas, cuando iba a saludarlas, me daban la espalda (desde entonces les llamo “las gallinas de mi pueblo”); el párroco quiso, a través del Coadjutor, que abandonara la Vicepresidencia de la Acción Católica ya que, una persona de mi catadura moral no podía ostentar ese cargo; a mi paso y a mis espaldas, todos murmuraban. Intenté, cara a los demás, hacer mi vida de siempre. Era un esfuerzo sobrehumano para aparentar que no había pasado nada, que solo eran habladurías de pueblo. Me ahogaba sola.
No tenía pesadillas porque no podía dormir. Fueron muchas noches en blanco en las que el reloj de la glorieta marcaba el paso de las largas horas. Mis noches de insomnio se poblaban con el llanto de mi bebé, las sombras de la noche me traían la silueta de mi bebé, los suspiros se estrangulaban en mi garganta. Mientras, ajena a todo, mi madre dormía plácidamente en la cama de al lado.
Los interminables días no eran mejores que las noches. Durante meses, el día no fue más que la prolongación de la noche. No podía dormir, ni comer, ni reír, ni hablar de lo único que me interesaba. Se había detenido el tiempo, todos los días para mí eran 5 de octubre.
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El 15 de mayo de 1972 comencé a trabajar en el Instituto Social de la Marina en Castellón. Era mi primer trabajo y en él me sumergí. Dejé de pensar en mi hijo, enterré mi secreto en lo más profundo de mi corazón. La angustia se iba diluyendo. Pero durante muchos años, cada 5 de octubre, el primer llanto de mi bebé y su silueta reaparecían atormentándome.
Después de más de 3 años trabajando en el ISM, se convocaron Oposiciones Abiertas, superé las 2 primeras pruebas del proceso de selección, en la tercera, que se suponía un mero trámite para los que ya trabajábamos allí, me suspendieron. Mis compañeras que formaban parte del Tribunal no lo entendían: era el mejor trabajo monográfico que se había presentado y el informe del Delegado Provincial de Castellón era inmejorable; en base a ambos debía puntuarse. Me echaron del trabajo.
Yo sí sabía el verdadero motivo. El Vicesecretario General del ISM, se había encaprichado de mí y al negarme a acostarme con él, se vengó.
Cuando años después saqué el Nº 1 en la Oposiciones del INSERSO, lo primero que dijo mi padre fue: “Pero…, ¿se presentaban hombres a esa Oposición?”.
Como veis, no hace tantos años, muchos hombres consideraban a las mujeres inferiores a ellos, simples objetos de desahogo sexual y seres sobre los que ejercitar su poder.
Después de trabajar en varias ciudades recalé en Santa Cruz de Tenerife. En la Semana Santa del 97 vivía en el Sauzal y, allá fue donde un día leí en la última página del periódico “El Mundo” las declaraciones que hacían unos hijos adoptados pertenecientes a una Asociación llamada ANDAS. ¡Dios!, creí volverme loca, entre sollozos repetía: Pero, ¿Qué he hecho?, ¿qué he hecho?... La idea de que mi hijo estuviera sufriendo a causa de mi abandono me era insoportable.
Desperté de mi letargo. Me puse en contacto con la Presidenta de ANDAS, con Villa Teresita, con el Obispado de Pamplona, con el Programa “Quién Sabe Dónde”, con todo el que creía que me podía poner en la pista de saber si mi hijo me buscaba. NADA.
Por entonces fue cuando empecé a trabajar con “mi psicólogo de turno” el tema de mi embarazo y parto. Hasta entonces todos, yo incluida, le habían dado prioridad a las vivencias de mi niñez y adolescencia.
Por sugerencia del psicólogo y creyendo que me podría ayudar el contárselo todo a mi padre, lo hice. Lo más suave que oí de sus labios fue que era una puta, que le quería amargar los años que le quedaban de vida y que no creyera que ese chico, que para él no era nadie, iba a ver ni una peseta a su muerte.
- A veces he pensado que esto tuvo algo que ver con el hecho de que a su muerte, hace apenas 4 años, nos encontráramos con que había vaciado todas las cuentas y le había entregado todo el dinero a la Iglesia, a un cura (creo que luego llegó a ser Obispo de Navarra, o es aún) con la condición de que a su muerte sus hijos no viéramos ni un céntimo. En cuanto a la casa de Madrid, que quiso venderla a raíz de la muerte de mi madre en el 2003 y como es obvio no pudo, la parte de libre disposición se la dejó a los Misioneros Combonianos. Esto, y que él se sentía en la obligación de comprar el cielo para sus hijos que nos habíamos separado de Dios, causa de todos nuestros males, junto a con el hecho de que dedicábamos mucho tiempo a la lectura. ¿Otros motivos?, no los sé…, mi hermano el mayor estuvo en todo momento a su lado, yo hasta dos años antes de su muerte, acaecida en enero del 2006, en que tuve que decir basta para conservar el equilibrio que poco a poco iba consiguiendo, mis otros hermanos hacía tiempo que no querían saber nada de él…
Ahora me rio al contar esto, pero tremendo cabreo me cogí al enterarme que todo el dinero, que no era poco, que legalmente era nuestro había ido a parar precisamente a manos de la Iglesia.-
En noviembre del 99, yo estaba pasando otro de los peores momentos de mi vida:
Uno de mis hermanos había muerto el 26 de Agosto. Estuve casi un mes viendo como se iba poco a poco y él, mi hermano, era consciente. Me pedía con frecuencia que les dijera a mis padres que quería verlos. Por más que hice no conseguí que mi padre fuera o dejara ir a mi madre (ella estaba imposibilitada para hacerlo por si sola) a la Residencia de Salamanca donde murió. Se lo reproché con todas mis ganas, diciéndome que yo había tenido la culpa.
Mis hermanos, cuando hablando por teléfono con ellos les decía que nuestro hermano se moría, me contestaban que yo siempre había sido una pesimista.
Años más tarde, el optimismo de mi hermano mayor hizo que no me avisara a tiempo cuando mi madre se estaba muriendo. Como la relación con mi padre era casi ya inexistente - a raíz de un duro enfrentamiento que tuve con él durante la enfermedad de mi madre por cómo la trataba - tampoco me dijo que estaba ingresada. ¡No pude estar con mi madre los últimos días de su vida…!
Estos dos hechos precipitaron la ruptura definitiva con mi padre. Aunque, a veces, los sentimiento contradictorios de mi adolescencia volvían a aparecer. Mi padre, al fin y al cabo, era un enfermo mental y sentía pena por él.
Bueno, creo que he perdido el hilo de mi narración...
Os decía que, estaba pasándolo mal a causa de la muerte de mi hermano. A ello se fue agregando que, en el espacio de apenas dos meses, la relación con mi pareja se deterioró de tal forma que se impuso la separación; mis hermanos unos, me echaron de sus casas y de sus vidas porque decían que la muerte de nuestro hermano me había vuelto loca (la verdal es que me quedé bastante “tocada”), otros me ignoraron, sólo el menor me ayudó; dos de mis mejores amigas me fallaron (o, quizás yo les fallara a ellas)…
En esa situación, recibo una noche la llamada de la Delegada de ANDAS en Canarias diciéndome que en una Asamblea había conocido a un chico que buscaba a su madre. Según ella era mi hijo, todos los datos coincidían. Vivía en Alicante, creo recordar que se llamaba José Luis, casado, tenía una hija pequeña y quería ponerse en contacto conmigo. Su madre lo único que le había dicho es que era hijo de una puta que se había escondido en Pamplona para parir y luego se había largado a su tierra…
Pase días, que se me hacían interminables, colgada del teléfono hablando con la Presidenta de ANDAS y las delegadas de Canarias y Alicante. Me daban información contradictoria, una me remitía a la otra, un día era mi hijo y al siguiente no lo era. Yo lo único que quería es que, como intermediarias, nos facilitaran un encuentro. No hubo manera. Cuando el tema estaba más liado y yo con los nervios y la ansiedad descontrolados, me dieron el teléfono del supuesto hijo para que me pusiera en contacto con él (ellas tenían el mío). No me pareció la forma de hacer las cosas o, ¿me enmudeció otra vez el miedo?, no lo sé… Para entonces, yo ya no podía más. Les dije que mi supuesto hijo se hiciera la prueba del ADN y luego me la hacía yo. Nunca más se supo…
En enero del 2000 me dieron la Pensión de Invalidez para el trabajo habitual por Depresión Crónica, con lo que mis ingresos se redujeron en más de la mitad. No podíamos pagar la hipoteca de chalet. Le pedí a mi padre que me prestara 500.000 pts. No quiso.
Una noche de Febrero, agotada, dolida, sin ilusión ni esperanza alguna, me tragué todas las pastillas contra la ansiedad y la depresión que tenía en casa. Amanecí en una Clínica.
Cuando uno baja al infierno, ya no puede más que subir…
Sueño que algún día todas las partes implicadas en el tema de las adopciones caminemos unidas.
Gracias a los que habéis leído hasta aquí.
Gracias María, por haber hecho posible que una de las partes más denostada en el tema de la adopción, las madres que entregamos a nuestros bebés, tenga voz hoy aquí entre vosotras.